Por Marcela Sinturión

jueves, 1 de junio de 2017

SE MURIÓ... Y AHORA QUE?

Todavía recuerdo esa fría mañana como si fuera hoy.  Golpes de puertas, llantos, gritos ahogados. Todo parecía un sueño.
Mientras me incorporaba en la cama, miré el rosario colgado en la cabecera. ¿Qué está pasando? No sé.  Me levanto y corro a la habitación de mis padres. cuando me asomo por la puerta mi madre con los ojos llenos de lágrimas me pide que vuelva a mi cama. Detrás de ella, el cuadro no era nada alentador. Confirmado, algo pasa.
No se porque obedecí sin regañar. Volví a mi cama pero sin lograr dormir, solo me puse de rodillas frente al rosario y recé.
Luego de unos minutos, mi madre vino a mi habitación y abrazándome dijo: Papá murió.

En la puerta de casa hace muuuuuchoooooo

¿Qué? ¿Cómo? No podía creer lo que estaba escuchando. Todas esas imágenes de la mañana, volvían a mi mente una y otra vez, dándome cuenta que ése era el momento en que mi padre me abandonaba. Algo se rompió dentro de mí, ya no habría carreras hasta la parada del colectivo, ni elección de postre para el domingo, ni andadas en bici por la vereda, ni mucho menos  brazos fuertes que me sostendrían en protección.
Si, ese era el momento más triste de mi vida y ya no tenía más a quien siempre me había consolado. Sentí algo que nunca había experimentado: vacío, soledad, desprotección. Mis 12 años no lograban comprender como sería mi vida sin él. ¿Qué hacer? ¿Cómo seguir?
Sin embargo, no lloré. Solo callé y pensé que iba a ser para siempre.
Con mi amiga María Paula Asaro en su comunión

Mi madre me lleva a la casa de una amiga del colegio para que su madre me contuviera mientras ella realizaba trámites. Las miradas de compasión y la tristeza en los ojos que me miraban mi hizo dar cuenta que no era un mal sueño.  Era muy temprano y la mamá de mi amiga me hizo acostar en su cama, hacía frío pero una bolsa con agua caliente entibiaba mis pies. El tema es que yo sentía un frío interno,  no pude pegar un ojo, miraba el techo y una y otra vez aparecían como película de terror las imágenes de esa madrugada.
No se cuanto tiempo pasó pero me vinieron a buscar para llevarme al “velatorio”. ¿De quién? ¿Por qué? No quería ir, pero obviamente, había que seguir las reglas sociales, la hija no podía faltar al ultimo adiós. De repente me encontré allí, frente a un ataúd y dentro: un hombre. Se parecía a mi papá, pero para mí no lo era. Salgo de la sala a un cuarto contiguo, allí mi madre llorando rodeada de familiares y amigos. En ese momento mientras mi cerebro trata de procesar la imagen, llegan mis compañeras del colegio con la maestra, me abrazan, se juntan alrededor del féretro y rezan por mi padre. Yo estaba muy enojada con Dios como para participar, pero una vez seguí el protocolo, cerré mis ojos y fingí. Tenía ganas de gritar: Ey! Estoy aquí, yo me quedo  acá sin él, deberían rezar por mi! Sin embargo, todavía no había logrado llorar.
En el cole, recibiendo medalla mejor alumna... si, era nerd y que?

En eso, mientras peleaba internamente con Dios, a quien creía culpable de mi desgracia, una lágrima comenzó a correr por mi rostro. Alguien se acerca y me dice: "NO llores, ahora tenés que darle fuerzas a tu madre". Yo lo miré y una vez más por dentro gritaba: ¿Y a mi? ¿quien me va a dar la fuerza para seguir adelante? Tengo solo doce años y no comprendo nada de lo que está pasando! Guardé mis lágrimas y mi dolor una vez más y asumí la posición que me demandaban. En ese momento decidí que la vida no tenía sentido y que haría lo posible por irme pronto de ella.
A veces, no es necesario suicidarse para morir, simplemente uno decide dejar de vivir, no buscarle sentido ni propósito a lo diario y abandonarse interiormente.
Así que decidí que lo mejor iba a ser enojarme, si enojarme con mi padre por abandonarme, con mi madre por no impedirlo, con los familiares y amigos por exigirme fortaleza, con Dios por haberme quitado lo que más quería.
Sin darme cuenta, no estaba muerta, pero me sentía así. Interiormente la angustia y el enojo solo erosionaban mi posible felicidad. No podía ver perspectiva con mi vida. En mi pensamiento se instaló: Todo lo que quiero lo pierdo. Y así traté de continuar mi camino de odios y rencores hasta los 17 años.  Donde cada día que pasaba era terminar en un llanto ahogado en la almohada y levantarme con ganas de morir.
Extrañaba ese abrazo de padre, esos chistes de mesa, esas charlas de tarde y tantas otras cosas que nunca más se darían.
Los fines de semana eran los días más horribles, la pasaba sola en mi casa esperando que pronto terminara. Mi madre había encontrado la forma de seguir adelante. Salía los viernes a la noche y muchas veces no volvía a verla hasta el domingo a la mañana. Yo pasaba en la cama todo el día y sin darme cuenta pronto caí en una profunda depresión. Durante cinco interminables años, asumí una posición de adulta que no me hacía feliz.
Un día, una tía me invita a su casa. Era sábado por la tarde, estaba sola y no tenía otra cosa que hacer. Fui. Cuando entré un grupo de jóvenes de mi edad jugaban, se reían, se los notaba felices. Sinceramente, me intimidaban. ¿Se podría ser feliz o eran caretas del momento? Tenía que averiguarlo. Me quedé y aunque me sentía sapo de otro pozo, poco a poco me fui acostumbrando a las risas, al juego, a los cantos, a la vida… Si, me di cuenta que podía ser como ellos. En un momento, cada uno contó como llegó a ese grupo y sin duda, ellos también tenían razones para enojarse con la vida. No entendía, deberían estar amargados y encerrados en sus casas como yo lo hacía.
Uno de ellos comenzó a hablar de Dios. Dijo que antes vivía en una gran angustia, enojado con todo el mundo por las dificultades de su vida pero que había encontrado en Dios, un propósito por el cual vivir, un propósito que lo hacía amar la vida cada mañana al levantarse.
A esta altura no me cabía duda de que yo necesitaba “eso” y luego hablando con él me dijo: “Eso” se llama Dios.
¿Podría a esta altura entender semejante mensaje? ¿Podría abandonar toda esa cadena de angustia y enojos que me habían encerrado en mi propia burbuja? ¿Podría dejar de llorar por los rincones y desear morir? Tenía que averiguarlo.
Por eso, comencé a asistir a todas esas reuniones. Necesitaba encontrar lo que ellos tenían. Tenía que encontrarme con Dios. Poco a poco me integré a grupos donde aprendí de la Biblia, grupos que iban a ayudar a los más necesitados, grupos que se disfrazaban de payasos para divertir a los niños, viajes de ayuda social, retiros espirituales y un montón de reuniones más.
En realidad, no me di cuenta cual fue el punto bisagra en que toda mi angustia cambió, lo único que recuerdo es que un día me desperté y me di cuenta que me sentía feliz.
Me levantaba por las mañanas cantando, hacia las tareas de la casa, estudiaba, iba al club y aunque todo seguía siendo igual, yo estaba diferente. Un deseo de vivir enorme se había instalado en mi corazón. Ya no sentía ese vacío de afecto, ni esa angustia por la desprotección. Sin darme cuenta, me había reconciliado con Dios. Entendí que El siempre estuvo ahí para mi, pero era yo quien no quería hablarle, ni mirarlo, ni siquiera nombrarlo.  Estaba enojada y lo culpaba de mi tristeza sin darme cuenta que siempre estuvo a mi lado cuidándome. Estuvo en las cálidas manos de la madre de mi amiga que me cobijo en mi peor momento, estuvo en ese grupo de la escuela que fueron a contenerme, estuvo en el hombro de esas pequeñas amigas que contuvieron mi dolor, aún  en aquellas personas que me pedían fuerzas cuando no tenía ninguna porque eso me hizo más fuerte. El estuvo, pero era yo quien no podía verlo.
Pero el Señor con su infinita paciencia me esperó. Poco a poco fue trabajando en mi corazón, limpiando mis rencores, secando mis lágrimas y  un día mis ojos se abrieron. Aprendí que mi relación con él no dependía de un objeto como el rosario, ni de un rezo repetido de memoria, sino que era una charla de corazón a corazón con alguien que me comprende y ama, que sufrió mi dolor, que supo lo que era esa sensación de sentirse abandonado y que aún podía escuchar mis quejas y mis enojos, pero nunca me daría la espalda. Una mañana reconocí mi perdida sonrisa en el espejo y me di cuenta que alguien había cambiado mi tristeza en alegría y ese alguien fue Jesús. Te aseguro que Si necesitás ayuda, necesitás a Dios. No dudes en experimentar su amistad y recuperar tu sonrisa.