Mientras esperaba en una sala, una
madre trataba de contener a su hija de 3 o 4 años que lloraba tirada en el
piso. En un momento, la niña la muerde y ella reacciona pegándole en el brazo.
Los ojos de los que compartíamos la
sala se posaron sobre esa avergonzada madre.
Unos cuatro o cinco adultos estábamos
todo el tiempo mirando a la nena hasta que la madre le da el chirlo. Automáticamente,
las miradas se posaron en la mujer. Pensé lo mismo que todos: ¡Le pegó! ¿Cómo pudo hacer eso?!
Pero, en cuanto miré a esa adulta, vi sus ojos llenos de lágrimas. Sentí su dolor, su impotencia, su arrepentimiento por la reacción. Sentí el amor que le tenía a su hija, pero también la gran necesidad que ella tenía de contención. Ella también se desborda, también llora, también patalea en su interior, solo que nadie parece entenderla, solo juzgarla.
Pero, en cuanto miré a esa adulta, vi sus ojos llenos de lágrimas. Sentí su dolor, su impotencia, su arrepentimiento por la reacción. Sentí el amor que le tenía a su hija, pero también la gran necesidad que ella tenía de contención. Ella también se desborda, también llora, también patalea en su interior, solo que nadie parece entenderla, solo juzgarla.
Quizá en su embarazo nunca pensó que
pasaría por eso, pero lo enfrenta, busca lo mejor para la recuperación de su hija, ha abandonado estudios, trabajo, quizá al resto de la familia para ayudarla. Pero a veces siente que se queda sin fuerzas.
Finalmente, la terapeuta logra
controlar a la nena y la lleva al consultorio, mientras la madre esconde sus
lágrimas, sola, una vez más.
(Basado en una historia real de una sala de espera)
(Basado en una historia real de una sala de espera)