Por Marcela Sinturión

domingo, 29 de mayo de 2016

La casa de la abuela

Llegar a su casa y atravesar el jardín era el momento más feliz de mi fin de semana. Luego de largos días de rutina escolar y hogareña en plena capital, estar en ese pedacito de tierra me hacía bien.
Lo primero era superar los estornudos que producía la gran ligustrina. No había rejas ni candados ni pared, solo una valla natural de color verde y una pequeña puerta de madera. Esa, era toda su protección.
Al traspasar ese ingreso, eran sus rosas las que daban la bienvenida. Siempre esbeltas, siempre coloridas, siempre bellas. Me quedaba largas horas por las tardes mirándolas e inspirando mis primeros escritos de primaria.
Al terminar el caminito de rosas me esperaba la galería, un pequeño rectángulo techado repleto de macetas con malvones y violetas que daba al acceso principal, pero prohibido de la casa. Esa entrada
sólo se habilitaba para alguna celebración. Para entrar había que rodear una de las habitaciones y caminar por un pasillo lateral.

Abrir la puerta principal era un acontecimiento especial. Nos esperaba un piso encerado, una mesa grande y la vitrina. Ese antiguo mueble sesentoso con estantes de vidrio, espejo en su interior y puertas que sòlo se abrían en ciertas ocasiones.
Allí, en la parte expuesta estaban los adornos de las tortas de mis cumpleaños y la clásica parejita de torta del casamiento de mis padres. Seguramente había más elementos, pero esos son los que quedaron en mi memoria. Era casi una tradición guardar el adorno para la vitrina de la abuela, algo así como una pared de trofeos.
Cada vez que iba los observaba y contaba mis años a través de ellos. Mi favorito era el personaje de la Familia Telerín, esa niña que daba las buenas noches al finalizar la programación de un canal que no recuerdo.  

El festejo también significaba sacar la vajilla especial que estaba en el interior de ese mueble. Pasaba meses sin ser usada y a veces solo una vez al año, como las finas copas talladas que se habilitaban para las fiestas.

Recuerdo pasar tardes enteras, mientras mi abuela dormía, en ese comedor prohibido. Jugando con los adornos, convirtiendo esas piezas de cerámica en grandes aventuras de fantasía o actuando frente a su espejo en mis primeras manifestaciones artísticas.
Raramente se prendía la luz porque el sol bañaba el espacio con colores y brillo. Hoy lo recuerdo como una foto artística de luces y sombras; una obra surrealista de mi propia vida. Una foto con aroma a rosas, perfume de abuela, y a cera en pasta. Olores que ya no están, como mi abuela, pero que siempre permanecerán en mi memoria.




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